La violencia se desbordó ayer de nuevo en París, con escenas de auténtica insurrección que no se recordaban en la capital francesa desde Mayo del 68. Las elegantes avenidas que confluyen en el Arco del Triunfo fueron testigos de la quema de decenas de vehículos y la destrucción y el saqueo de comercios, con las fuerzas antidisturbios -4.000 efectivos- y los bomberos sobrepasados por la magnitud y la virulencia de la revuelta.

Los chalecos amarillos, ese movimiento que surgió para contestar la ecotasa de los carburantes y se ha convertido en catalizador de un profundo malestar social, habían anunciado “el tercer acto” de su protesta en París (el tercer sábado consecutivo). Como signo de distensión, el ministerio del Interior dijo que iba a tolerar esta vez que entraran en los Campos Elíseos, si bien se instalarían controles.

El ‘tercer acto’ de los
chalecos amarillos en
la capital sobrepasó
a policía y bomberos.

El establecimiento del perímetro de seguridad tuvo efectos contraproducentes. Los manifestantes, entre los que se infiltraron los habituales casseurs –vándalos dispuestos a todo–, se dispersaron en pequeños grupos y desafiaron a las fuerzas del orden en diversos puntos, sobre todo en la plaza Charles de Gaulle, donde pronto hubo choques, cargas policiales, lanzamiento de gases lacrimógenos y uso de cañones de agua.

Al caer la noche se contabilizaban 110 heridos, entre ellos 17 agentes, y más de 220 detenidos. Los problemas no se circunscribieron a la capital. También hubo manifestaciones violentas en Marsella, Toulouse y Nantes. En esta última ciudad se intentó ocupar el aeropuerto.

Las elegantes avenidas
que confluyen en el Arco
de Triunfo sufrieron los
peores destrozos.

En París se vio afectado el Arco de Triunfo, un monumento nacional, un lugar casi sagrado, pues alberga la tumba del soldado desconocido y es escenario frecuente de ceremonias solemnes como la del pasado 11 de noviembre con motivo del centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Hubo manifestantes que subieron al terrado del edificio. Otros realizaron pintadas en la fachada. “Los chalecos amarillos triunfarán”, decía una de ellas.

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Los mayores destrozos se produjeron en avenidas como Kléber o Friedland. Los casseurs la emprendieron con vehículos, agencias bancarias, boutiques, restaurantes y supermercados. Rompieron cristales, causaron incendios y saquearon. A veces prendieron fuego a los árboles. Las algaradas se extendieron hasta cerca de la torre Eiffel, en el Jardín de las Tullerías y en la plaza de la Bastilla. Grandes almacenes como las Galerías Lafayette o Printemps, en el bulevar Haussmann, fueron evacuados. Los turistas estaban desconcertados. No sabían hacia dónde ir. Numerosas estaciones de metro fueron cerradas.

Desde Buenos Aires, donde participaba en la cumbre del G-20, el presidente Macron insistió en que nada justifica los desórdenes. “Los culpables de esta violencia no quieren cambio, no quieren ninguna mejora, quieren el caos –recalcó–. Traicionan la causa que pretenden servir y que manipulan. Serán identificados y responderán de sus actos ante la justicia”. “Siempre respetaré la contestación –agregó el presidente, que hizo una declaración y no admitió preguntas–. Escucharé siempre a la oposición, pero no aceptaré jamás la violencia”.

“Los culpables de esta
violencia no quieren un
cambio. Serán identificados
y responderán de sus actos
ante la justicia”. Macrón.

En ocasiones la provocación partió, en efecto, de los manifestantes; en otras fue la policía la que tomó la iniciativa, encrespando los ánimos. A media mañana, La Vanguardia asistió al avance de los antidisturbios en la avenida de la Grande Armée, muy cerca del Arco de Triunfo. Los chalecos amarillos estaban tranquilos, detrás de una barricada. Entre los manifestantes había un grupo recién llegado del Pas de Calais, de todas las edades. La mayoría de comercios estaban cerrados, pero seguía habiendo un movimiento normal de vecinos, personas que llegaban con maletas. De repente, sin que fueran amenazados, los antidisturbios (los CRS) empezaron a lanzar granadas lacrimógenas, obligando a la gente a correr en dirección a la plaza de Porte Maillot, donde había otro contingente de CRS, con sus vehículos, que estaban en calma y departiendo amigablemente con manifestantes. Dio la impresión de que la carga y los gases fueron una simple maniobra para ampliar el perímetro de seguridad. Eso indignó a los chalecos amarillos.

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“Es vergonzoso, hay una manipulación total –dijo Catherine, una abogada de 54 años, madre de cuatro hijos–. Provocan y luego dejan actuar a los casseurs, para desacreditar la protesta”. Según Catherine, una de las razones de lo que está ocurriendo es que “Macron no sabe lo que es una familia” y es insensible a los problemas de la sociedad. “Está alejado de la realidad –añadió la abogada–. Dice que tiene familia pero es falso. Su mujer tiene 25 años más que él”. Otro manifestante, más joven, fue aún más expeditivo sobre el presidente. “¡Guillotina para Macron!”, gritó, mientras escapaba a la cápsula lacrimógena que giraba humeante sobre la acera.

Los chalecos amarillos aglutinan a personas variopintas. Es un movimiento sobre todo de la Francia periférica, de la clase media empobrecida, pero los apoyos son amplios y a veces sorprendentes. “La fiscalidad es exagerada”, lamentaba Patrice, un agente inmobiliario de 54 años, que avanzaba, decidido, hacia el Arco de Triunfo, enfundado en su chaleco amarillo. “Es verdad que la culpa no es toda de Macron –agregó–. Los gobiernos anteriores no hicieron nada, durante decenios. Pero es un error corregir de golpe los errores. No se puede ir tan rápido”. “Soy solidario con el pueblo”, dijo Patrice, quien, al despedirse, añadió, con una sonrisa. “Tengo una casa en Calpe (Alicante)”.