El intenso despliegue policial no impidió que miles de chalecos amarillos volvieran a salir ayer sábado a las calles de París y de otras ciudades francesas, en la cuarta jornada de protesta, para expresar su «hartazgo» ante un gobierno que, afirman, está «desconectado de un pueblo» que no hace más que ver cómo se degrada su nivel de vida.

Aun así, el fuerte dispositivo de seguridad, con decenas de miles de agentes policiales que no dudaron en usar gas lacrimógeno y realizar cientos de detenciones preventivas, evitó que se cumplieran los peores presagios: pese a los numerosos incidentes y actos vandálicos, la capital no se convirtió en un nuevo campo de batalla, como hace una semana, y el gobierno del presidente Emmanuel Macron y su primer ministro Edouard Philippe, renovó su llamamiento al diálogo.

 

Nueva jornada de violencia durante las protestas de los chalecos amarillos. Foto: EFE

 

El saldo de la nueva jornada de protestas fue de 125.000 manifestantes en toda Francia, de ellas 10.000 en París, anunció el ministro del Interior, Christophe Castaner. El responsable de la seguridad también se felicitó por un dispositivo policial que resultó en 1.385 arrestos en todo el país. Solo en París fueron detenidas más de 700 personas, de las cuales al menos medio millar fueron puestas bajo custodia en comisarías. La cifra de heridos, por el contrario, estuvo muy por debajo de las registradas siete días atrás: 118 heridos, 17 de ellos en las fuerzas del orden, ninguno de gravedad.

A su vez, el secretario del Interior, Laurent Núñez, informó que algunos de los detenidos llevaban consigo máscaras, martillos o adoquines.

 

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«Estamos aquí para que nos oigan, la violencia no va a resolver nada, pero tienen que comprender que estamos hartos», decía en los Campos Elíseos Angélique, una desempleada bretona. «Claro que no es una buena idea venir aquí hoy, porque ayuda a los alborotadores. Pero quedarse en casa ayuda a Macron», resumía Marc, venido de la periferia de París y para quien el gobierno está «ahogando al pueblo». El problema de una Francia que «no llega a fin de mes» viene de lejos, reconocía, pero el presidente Macron «ha hecho reformas demasiado rápido» y sin tener en cuenta a un pueblo «que parece que no está a su altura».

Ayer, todos se jugaban mucho. Los chalecos amarillos debían demostrar que, después de cuatro semanas de protesta, siguen contando con fuerza para presionar al gobierno del presidente Macron, quien ya ha dado marcha atrás a su intención de aumentar el precio del combustible, detonante de la protesta, pero al que reclaman más gestos, tanto fiscales como políticos. El «acto IV» fue menos concurrido que el del sábado 1 de diciembre, pero visible en todo el país.

Las autoridades, por su parte, estaban obligadas a combinar el derecho a manifestarse, aunque muchas marchas no estuvieran autorizadas, con el imperativo de impedir un nuevo armagedón que les pusiera en evidencia. El despliegue de fuerza daba medida del reto: 89.000 agentes en todo el país, de ellos 8.000 en París, donde también rodaron una docena de vehículos blindados de la gendarmería y fueron retirados 2.000 elementos de mobiliario urbano susceptibles de convertirse en armas o barricadas. También el alto número de detenciones realizadas, en su mayoría preventivas, mostraba la presión.